Yo todavía me niego. Los
tengo en casa, juntitos, hasta que reúna coraje. Pero creo que será pronto: los
golpecitos sordos en la puerta de mi armario son cada vez más frecuentes.
Las minificciones son larguísimas y complejas historias que no se ven, que se ocultan arteramente detrás de un puñado de palabras conocidas.
Yo todavía me niego. Los
tengo en casa, juntitos, hasta que reúna coraje. Pero creo que será pronto: los
golpecitos sordos en la puerta de mi armario son cada vez más frecuentes.
Mis dedos se demoraban en la liquidez de tu imagen cuando tu voz me llevó de mi sueño al tuyo, y mi alma traspasó tu ardiente corteza y ya se funde en la dulce savia de tu boca que me recorre y me llena y nos eleva así, unidos en esta espiral infinita de placer, hasta que tú y yo, uno en nosotros, el cuerpo tenso, las manos entrelazadas y anhelantes, tocamos, final y gozosamente, el borde luminoso de los cielos.
Cuando Pegaso descubrió que había nacido de la sangre derramada por la decapitación de Medusa, fue a quejarse a las autoridades y a denunciar el femicidio.
Zeus, machista y de pocas pulgas, lo mandó a casa con la promesa de investigar el caso.
Al día siguiente una nueva constelación nacía sobre la negra bóveda del cielo.
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* Forma parte de la antología Brevestiario, que puede descargarse aquí
https://www.letrasdechile.cl/home/images/pdf/brevestiario_2021.pdf
Ese día no quería trabajar. Llevaba 5 días sin parar. Estaba agotado.
Si tan solo hubiera descansado ese sexto día, la humanidad, tal vez, le hubiera salido mejor.
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Ya no se escuchaban los bombarderos, se ve que habían cumplido su cuota diaria. Se animó a salir de su escondite para deambular entre los escombros, como solía hacerlo, en busca de sobrevivientes. Pero esta vez no se escuchaba más que el crepitar del fuego extinguiéndose, ningún gemido o pedido de auxilio. Volvió tranquilo a su escondite subterráneo, porque por primera vez pudo ver a los fantasmas de los muertos elevándose de entre las cenizas con una sonrisa en sus rostros. Finalmente vivirían en paz.
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Había decidido escapar de la locura de Beijing a través de la Gran Muralla China. Se dejaría guiar por la luz de la luna llena, que rara vez podía ver detrás de los cristales de su oficina. Dejaría atrás la oscuridad de su sótano, que era lo único que su sueldo miserable le permitía alquilar, y también dejaría las frías luces led de su atestado trabajo. Iría al campo a disfrutar del sol y el aire libre. Trabajaría la tierra y rezaría a Buda para que lo protegiera, ya que él era muy supersticioso.
Apenas habia andado medio kilómetro cuando comenzó a ver que la luna se iba haciendo más oscura e iba menguando. Ahora caminaba a paso más lento, algo atemorizado, sin quitar la mirada de la luna, que cada vez alumbraba menos. Hasta que el camino se quedó sin luz, con una luna roja observándolo desde el cielo. Lo tomó como un mal presagio y decidió volver sobre sus pasos, hacia la seguridad de su sótano. Sería su destino vivir en la oscuridad.
Nunca pudo entender bien lo de los eclipses lunares.
Los amantes de Pont Neuf se separaron aquel día lluvioso en que ella insistió con que un dinosaurio la estaba llamando y se internó sola en el bosque, desde donde nunca más regresó.
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La bruja no contaba con que Blancanieves la viera mientras encendía el fuego de la chimenea, justo en el momento en el que ella se transformaba en vieja.
Todavía está en palacio, recuperándose de los escobazos que recibió aquella tarde.
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- Avivad el fuego, Sancho, que ya la flota viene a rescatarnos.
Inútil fue explicarle que estaban en un recodo del riachuelo, que podrían cruzarlo a pie, si quisieran, hasta la otra orilla, donde estaba el cementerio de las carabelas.
Y allí estaba Sancho, agitando la antorcha, rogando que las nubes partieran pronto para que la luna alumbrara la cordura de su señor.
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Ya se acercaba el toque de queda. Los blindados preparados. Todos corriendo desesperados por el maldito virus. Ellos, sin importales nada, sellaron su pacto con un beso, porque sabían que lo único que podría salvarlos era el amor.
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